viernes, 7 de noviembre de 2014

A MAMÁ, Guillermo Cacace



¿Hasta dónde me querés? Hasta el cielo. ¿Ida y vuelta? La boca del cocodrilo se abre, voraz. No es sólo Orestes quien parece estar a punto de ser devorado. Un golpe punzante en el estómago me avisa que nosotros, aunque simples espectadores, podríamos correr la misma suerte. O, mejor dicho: me recuerda que siempre podemos correr la misma suerte. Es ahí, en el cuerpo, donde golpea la obra. Por eso actué yo también: la incomodidad física que me llevaba a cambiar de posición constantemente. La risa nerviosa. El llanto al borde. La necesidad de huir. Las miradas tensas que le dirigía a mi acompañante. El vaciar de un solo trago el vasito de sidra que nos convidaron. Repito, la necesidad de huir, ante la certeza de que estamos siendo testigos de una obscenidad que bordea lo ajeno con lo propio, ahí donde aquello que nos repulsa nos resulta también terriblemente familiar. Orestes parece flotar en una apatía aterradora. Sólo la abandona para intentar hacer algo con esa madre desbordante. Te quiero hasta el cielo ida y vuelta, le responde obediente. Y luego le da una muerte real, imposibilitado, claro, de hacerlo de otro modo. Hay también un padrastro que, lejos de instaurar algún tipo de ley, parece regodearse en quebrarla, mientras nos interpela, a todos, de manera continua y desesperante. Hay una hermana que canta para no enloquecer y aun así enloquece. Hay fuegos artificiales, música navideña, ventilador de diciembre, erinias en forma de mosquitos, lugares comunes y asfixiantes, canciones y coreografías absurdas. Y hay también una Electra. Si su hermana canta para no enloquecer, ella coge para no morir. Electra incestuosa, obscena, impetuosa, frágil. Electra implorando ayuda desde un balbuceo casi silente. Electra, con su cuerpo de mujer envuelto en un vestido dorado, llorando como niña. Electra pidiendo venganza. Y no es cualquier Electra. Es Electra que es Pilar, y es Pilar mi testigo del amor, mi hada madrina del bosque, la que le puso el cuerpo a mis palabras, la que sabe que el deseo es una ausencia y aun así sigue buscando. Entonces se apagan las luces, Electra desaparece y aparece Pilar, mucho más pequeña y mucho más enorme, y con el cuerpo aún temblando de espanto sólo puedo abrazarla y quererla siempre un poco más. 

Y hay también la venganza. Una venganza que nos alivia a todos. Porque matar a la madre y vengar al padre, cerrar la boca del cocodrilo, escapar de ese destino que parece inexorable, eso es lo terriblemente familiar que nos golpea en el cuerpo y nos repulsa, pero también nos alivia, porque alguien lo hizo y no fuimos nosotros.

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